(Notas de Prensa) “A quienes hablan mal de mí a mis espaldas,sepan, que mi culo les contempla…” Winston Churchill).

Corría el siglo II (a.C.), un periodo muy convulso de la Historia, cuando el prolífico autor y dramaturgo Tito Marcio Plauto, escribió una de sus más célebres obras: “El Gorgojo”, donde narra las aventuras de un parásito, desvergonzado y diabólicamente astuto, auténtico precedente del genuino pícaro español, del mal llamado “Siglo de Oro”, un hombre sin escrúpulos, que vivía de su astucia, y sobre todo, del ´negocio‘ de fabricar, divulgar y negociar… calumnias.

En el momento estelar de la obra se escucha una poderosa imprecación que grita: “Los que propagan la calumnia y los que la escuchan, todos ellos deberían ser colgados; los propagadores, por la lengua, y los oyentes, por las orejas.” Más tarde, el gran Cicerón afirmaba amargamente en sus memorias: “Nada se expande tan rápido como una calumnia, nada se lanza con más facilidad, nada se acoge con más presteza ni se difunde más ampliamente.”

El Código Penal define la calumnia como «la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad», y establece penas de prisión o multa entre cuatro meses y seis años, según sea la gravedad del delito imputado y la publicidad con que se haya propagado. Pero lo que no pueden medir las leyes y sus castigos es el perjuicio moral ni el alcance humano y emocional de la calumnia, que es en definitiva la peor de sus consecuencias.

La realidad demuestra que la calumnia («venganza de los cobardes», la llamó Benavente) es una poderosa y eficaz arma de destrucción, no sólo por las heridas que inflige sino por la dificultad de repararlas. Aún la más inverosímil de las patrañas (“mentira o noticia fabulosa, de pura invención”) divulgada con ánimo de perjudicar, deja en el aire la duda, la sospecha, la conjetura de su certeza. El calumniado no puede quedarse quieto aguardando a que el tiempo imponga la verdad. Contra los más básicos principios de la ley, tiene que demostrar su inocencia, a menudo sin medios a su alcance para probarla.

De ahí que los moralistas de distintas épocas, culturas y creencias hayan reprobado la calumnia considerándola peor que el asesinato (una muerte en vida), puesto que provoca una especie de desorientación o despojo existencial que arrebata al difamado de la confianza social y le priva de cualquier posibilidad de reacción.

La calumnia más común es la causada por el odio, el resentimiento y la envidia, que hacen el mal por si mismo y no buscan otra satisfacción que el daño ajeno. Pero también la calumnia conoce otra variedad que podríamos llamar ‘estratégica’, más premeditada, urdida con fines prácticos y bien conocida por su uso habitual como mecanismo de intoxicación en lo personal, profesional, empresarial, político, o de ataque ´al rival‘ en cualquier esfera de su competencia.

Nadie puede permanecer impasible ante el ataque calumnioso. Aunque le importe poco la opinión ajena, el calumniado sabe que debe apresurarse a desmentir la falsedad. Por muy seguro que esté de sí mismo y de la lealtad y el apoyo de los suyos, siempre tendrá que tener presente esa debilidad humana que abre las puertas a la duda. La calumnia tiene su mejor cómplice en el “piensa mal y acertarás” que hace tambalearse hasta las más firmes convicciones acerca de la rectitud o la honradez de una persona, incluso una vez aclarada la mentira.

Ya lo dejó bien escrito Miguel de Cervantes en su obra Persiles y Segismunda: “Es tan ligera la lengua como el pensamiento, y si son malas las preñeces de los pensamientos, las empeoran los partos de la lengua”.

(C) Enrique Irazabal.

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